De finibus bonorum et malorum

Ilustración neoclásica en sepia: Cicerón con toga y pergamino; al centro, una balanza con "Bonorum" y "Malorum"; dos alegorías (Virtud con antorcha, Placer con cornucopia).

La obra se presenta como una serie de diálogos que exploran y comparan las teorías éticas de las principales escuelas de pensamiento griegas

Libro I

[1] No ignoraba, Bruto, que cuando confiáramos a las letras latinas aquello que los filósofos habían tratado en lengua griega con las mentes más altas y una instrucción exquisita, este esfuerzo nuestro iba a incurrir en diversas críticas. Porque a algunos —y no precisamente muy ignorantes— les desagrada por completo la filosofía. Otros no la reprochan tanto si se trata con menor rigor, pero creen que no debe ponerse tanto empeño ni tanta labor en ello. Habrá también —y estos sí son eruditos en las letras griegas— que desprecien lo latino y digan preferir gastar su esfuerzo en leer en griego. Finalmente sospecho que habrá algunos que me llamen a otras letras y dirán que este género de escritura, aunque elegante, no corresponde con la persona ni la dignidad.

[2] A todos ellos, estimo, hay que responder brevemente. Aunque a los detractores de la filosofía se les dio ya respuesta suficiente en ese libro en el que defendimos y alabamos la filosofía, cuando ésta fue acusada y vituperada por Hortensio. Ese libro, aunque te pareció aceptable a ti y a aquellos que yo creía capaces de juzgar, emprendí más cosas por miedo a parecer remover los gustos del público; no pude retenerlas. Y los que desean, si esto les place sobremanera, que se haga con más moderación, piden una templanza difícil en algo que, una vez admitido, no puede reprimirse ni reprimir sus excesos; por eso conviene aplicar medidas algo más justas con los que rechazan por completo la filosofía que con los que, en asuntos infinitos, establecen un límite y preferirían mediocridad en aquello que debería ser cuanto más grande, mejor.

[3] Porque si se puede llegar a la sabiduría, no sólo ha de adquirirse sino también gozarse; y si eso es difícil, no hay modo alguno de investigar la verdad a menos que la encuentres; fatigarse en la búsqueda es vergonzoso cuando lo que se busca es bellísimo. Pues si nos complacemos cuando escribimos, ¿quién es tan envidioso que nos aparte de ello? Y si trabajamos, ¿quién es el que fija el límite a la diligencia ajena? Así como el personaje de Terencio, Cremo, no es insensible porque no quiera ‘cavar ni arar ni llevar cosa alguna’ del nuevo vecino —no lo disuade de la industria, sino del trabajo poco noble—, así esos curiosos, a los que ofende nuestro trabajo, que a nosotros para nada nos resulta desagradable.

[4] Por eso es más difícil satisfacer a los que dicen despreciar las obras escritas en latín. En ellos me maravilla sobre todo esto: ¿por qué no les deleita la lengua paterna en las cosas más graves, cuando sin embargo leen de buen grado las pequeñas piezas latinas que son traducciones palabra por palabra del griego? ¿Quién es tan casi enemigo del nombre romano que desdeñe la Medea de Ennio o la Antiopa de Pacuvio y las rechace, si dice al mismo tiempo que se deleita con las mismas piezas de Eurípides; odiaría, entonces, las letras latinas?

¿Voy yo, dicen, a leer antes el Synephebos de Cecilio o la Andria de Terencio que cualquiera de Menandro?

[5] Con esos sólo discrepo hasta este punto: cuando Sófocles ha escrito muy bien la Electra, sin embargo juzgo que la mala versión de Atilio se deba leer con reparos; de él Lucilio dijo: “escritor de hierro” —y, opino, escritor de verdad— para ser leído. Porque que nuestros poetas sean rudos es, en absoluto, o la pereza más completa o el fastidio más delicado. A mí no me parecen suficientemente versados aquellos para quienes nuestras obras son desconocidas. ¿Acaso no leemos “¡Ojalá que no en el bosque…!” no menos que ese mismo original griego? ¿Y hay quien no quiera que lo que Platón discutió sobre vivir bien y felizmente sea explicado en latín?

[6] ¿Qué? Si no desempeñamos la función de simples intérpretes, sino que defendemos lo que dijeron aquellos a quienes aprobamos, y añadimos a ello nuestro propio juicio y nuestro modo de escribir, ¿qué motivo tienen para anteponer lo griego a aquello que ha sido expresado con brillantez y que no ha sido tomado de los griegos? Porque si dijeran que esas cosas ya han sido tratadas por ellos, no habría motivo para que los propios griegos leyeran tantos autores como es necesario leer. ¿Qué se ha omitido en los estoicos por lo que respecta a Crisipo? Aun así leemos a Diógenes, a Antípatro, a Mnesarco, a Panaecio y a muchos otros y, sobre todo, a nuestro familiar Posidonio. ¿Acaso Teofrasto no deleita medianamente cuando trata asuntos ya tratados por Aristóteles? ¿Acaso los epicúreos dejan de escribir sobre los mismos temas de los que escribió Epicuro y los antiguos, según su propio juicio? Y si los griegos leen a los griegos cuando escriben sobre los mismos asuntos de modo distinto, ¿por qué no han de ser leídos los nuestros por los nuestros?

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